Yo antes fumaba, y me gustaba. Pero empezó a hacerme daño y no quería reconocerlo. Hasta que un día, en medio de un convulso ataque de tos, maldije el tabaco y, mi hija, con sólo tres años, razonó que si era maldito por qué fumaba. Lo vi claro y hasta ahora…, pero me gustaba. Cuando sepa o vea clara mi fecha de caducidad, si aún sigue existiendo  esta planta en peligro de aniquilación que es el tabaco, lo intentaré de nuevo, creo que me gustará.

Yo antes iba a los toros: a los encierros, al sorteo, a las corridas, a los recortes, al campo y me gustaban. Me gustaba todo de los toros incluso el público y el humo de sus farias.

No se cuándo ni cómo, pero, poco a poco, empezó a hacerme daño el ir a los toros y no quería reconocerlo. No tuve ningún ataque antitaurino ni nadie me razonó sobre sus efectos nocivos, pero me fui quedando solo. Los toros me parecían iguales, flojos, anodinos. La gente entendida pretendía machaconamente imponer sus criterios, cómo hay que torear, cómo tiene que ser un toro, cómo tiene que ser un torero. Yo, que siempre iba a dejarme impresionar, empecé a no ver nada claro y a confundir a los empresarios con los ganaderos y a estos con los apoderados y al aficionado con los críticos. También empecé a no ver ni saber ver la diferencia entre un melón y una sandía. Los toreristas y los toristas ahora son  taurinos o antitaurinos. Lo que antes se contemplaba tranquilamente y aceptando o negando con simples movimientos de cabeza o con lacónicas negaciones o afirmaciones, ahora empezaba a querer incluso politizarse. Eso ya no es para mí, que me gusta admirar al animal y a quien lo domina, que no quiero ver más allá de la simple plasticidad armónica o desafío.

Hay otras cosas que ya no me sientan bien. Quizá también alguna vez pueda y quiera volver a las corridas de toros. No  se si habrá o no habrá toros. No se si me seguirá gustando el espectáculo. Los toros, sí

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